El nivel de desarrollo y la propia relevancia internacional de un país pueden medirse, históricamente, por su grado de acceso al conocimiento. Los ejércitos vencedores disponían casi siempre de armas más poderosas que sus adversarios. Los navegadores portugueses difícilmente habrían descubierto las especias indias o el oro brasileño sin la ayuda de la astronomía y de la cartografía. De igual forma, en su momento el impacto de la energía a vapor dividió el mundo en dos tipos de economías: las industrializadas y las artesanales.
Detentar el conocimiento tiene, por lo tanto, valor político. En este contexto, y toda vez que la actual revolución tecnológica es más vertiginosa, amplia y disruptiva que todas las anteriores, el Estado se encuentra hoy convocado a desempeñar un rol insustituible como equilibrador social y promotor del crecimiento económico sostenible.
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Antes que nada debemos destacar que uno de los elementos importantes para afrontar ese rol es tener un buen y transversal nivel de educación. En la era digital, la escuela pública ya no puede ser un mero sistema analógico de transmisión de conocimientos. Entre sus prioridades estructurales tiene que figurar la de dotar a los alumnos de capacidades y de valores que les permitan (y los estimulen a) ser emprendedores y aprender durante toda la vida.
En el último informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos sobre el futuro de la educación, en el que participó una representante del gobierno argentino, se ofrecen pistas interesantes sobre el modelo que hay que seguir. Primero, este documento sostiene que "los alumnos mejor preparados para el futuro son agentes de cambio"; luego, sugiere que la calidad del aprendizaje es más importante que el número de horas pasadas en la escuela y recomienda que los estudiantes desarrollen sus propios proyectos como parte del proceso educativo.
Por ello, la educación constituye uno de los instrumentos de que dispone el Estado para asegurar que los beneficios aportados por la innovación contribuyan a la inclusión social. De otro modo, en lugar de generar progreso y prosperidad, la tecnología podría convertirse en una peligrosa fuente de conflicto y de desigualdad. Además de preparar las generaciones futuras, es responsabilidad del Estado garantizar en todo momento la seguridad de sus ciudadanos, de las empresas y de los propios organismos públicos en este nuevo entorno 4.0, dominado por herramientas como la inteligencia artificial, la internet de los objetos y el Big Data.
Recientemente pude escuchar en Lisboa al secretario general de Naciones Unidas decir que "la próxima guerra será precedida de un ciberataque". Estoy de acuerdo con Antonio Guterres. No podemos seguir menospreciando los riesgos que los pasillos oscuros del ciberespacio representan para la seguridad de los Estados, tampoco postergar la definición de una respuesta internacional capaz de hacer frente a este reto.
De este modo creo que, dentro de algunas décadas, los Estados más desarrollados en términos económicos y sociales serán los que logren reformar la escuela pública, utilizar la innovación tecnológica para reducir la pobreza y dotarse, tanto a nivel nacional como internacional, de defensas capaces de blindar, entre otros, los sistemas financiero, de transportes, de energía y de telecomunicaciones. No tomar este rumbo sería desperdiciar, inexplicablemente, tiempo, recursos y oportunidades irrepetibles.